Sobre Azorín y los recuerdos del Colegio franciscano de las Maravillas de Cehegín (Murcia) donde estudió Francisco Torres Monreal en sus años adolescentes.

Así, mientras Azorín empezó sus estudios en el colegio a
los ocho años, y hacía el viaje de Monóvar a Yecla en carro, yo, a la edad de
once años, tomé mi primer tren desde Ribera de Molina a Cehegín; mientras el
padre de Azorín era un rico terrateniente, mi padre era un carpintero de aldea;
mientras el padre de Azorín cotizaba para hacer de él en un futuro un flamante
abogado, mi padre me dejó ir a Cehegín porque no había que pagar nada y porque,
siendo como era muy religioso, prefería que yo fuese un día misionero.
A
nuestros respectivos padres se les torcieron los planes. Pero estas
diferencias, que yo recuerde, no eran lo que más importaba. Debí pasarlas por
alto. A mí me identificaba con el pequeño Azorín mi amor por la lectura, a la
que yo unía el teatro; mi firme decisión de ser escritor (en Cehegín escribí
relatos, poemas, comentarios y varias comedias y tragedias); me entusiasmaba,
como al niño Azorín, mirar dilatadamente, acodado a las ventanas del salón de
estudio, la vega de Cehegín, con el
monte Quípar y la Peña Rubia al fondo; mi afecto por la naturaleza, que se
acrecentaría sin duda por el ambiente franciscano que respirábamos en el
colegio… Como Azorín, podría hacer aquí también una galería de retratos de los
profesores que nos daban clase. Azorín tiene simpatía por todos ellos, aunque
no duda en poner en lo más alto al P. Lasarde, el sabio arqueólogo que frecuentará más tarde en Madrid en
conversaciones dilatadas.
Habréis
observado que hablo en pasado, porque Cehegín me ata al pasado. Redactando
estas impresiones, se diría incluso que se ha esfumado el largo paréntesis que
me separa de aquellas vivencias ya lejanas. Reaparecen, persistentes en mi
memoria, recuerdos agridulces. En la balanza de mi vida, no obstante, pesan más
los recuerdos gratos que, en buena medida, moldearon mi ser y determinaron mis elecciones
posteriores.
En el colegio había otra biblioteca,
más reducida que la del convento, en la que abundaban los libros de literatura
junto con los libros de texto. En nuestros recreos y paseos, los compañeros solíamos
comentar nuestras impresiones sobre los autores que andábamos leyendo: Dante,
Julio Verne,...
Durante estos días, preparando las
notas que tengo ante mí ahora, he tomado de nuevo en mis manos Las confesiones de un pequeño filósofo.
Y he de confesaros algo que os parecerá increíble: su relectura me retraía a
aquella primera lectura, tan lejana, y al niño que ahora volvía con ella. Sentí
el olor del papel, el tacto de las hojas, y mi memoria se pobló de olores de
frutas, de pupitres
amarillos con la tapa negra, en su interior. mezclados
con los libros y cuadernos, ..., alacranes
en frascos con alcohol, un
álbum de sellos, peros
olorosos de Cehegín, gomas
de almendros, ...
Tomé
la decisión de no volver al colegio en tanto no me fuera absolutamente
necesario. Poco después, prometí no pisar tampoco la ciudad. Volveré a Cehegín
y a su entorno el día en que me decida a poner por escrito los recuerdos de
aquellos años en el Colegio de las Maravillas. No quiero que la frecuentación
debilite la fuerza emocional, quizá hasta peligrosa para mi equilibrio
sentimental, que requiero para recrear, revivir mejor, aquellos años.
A José
Mª Bustamante, José Martínez Cano, Cayetano Ros, J. Antonio Fernández, P. Rabadán y Alfonso Gil, compañeros de
aquellos años de colegio, en los que tanto hablamos de Azorín y de Virgilio…
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