12 ene 2012

Francisco Torres Monreal: sus encuentros con Azorin y el pueblo de Cehegín

Sobre Azorín y los recuerdos del Colegio franciscano de las Maravillas de Cehegín (Murcia) donde estudió Francisco Torres Monreal en sus años adolescentes.
(...) En el verano de 1957, durante el mes de vacaciones que los alumnos pasábamos en nuestros pueblos, yo volví a Ribera de Molina. Un día fui a Murcia. En la librería, ya desaparecida, de la Plaza de Romea, busqué los libros de Azorín. Alcancé el único título azoriniano que allí había, Pueblo. Lo hojée, leí su aclaración genérica,  novela de los que sufren y trabajan, y lo compré por diecisiete pesetas. (...)

Así, mientras Azorín empezó sus estudios en el colegio a los ocho años, y hacía el viaje de Monóvar a Yecla en carro, yo, a la edad de once años, tomé mi primer tren desde Ribera de Molina a Cehegín; mientras el padre de Azorín era un rico terrateniente, mi padre era un carpintero de aldea; mientras el padre de Azorín cotizaba para hacer de él en un futuro un flamante abogado, mi padre me dejó ir a Cehegín porque no había que pagar nada y porque, siendo como era muy religioso, prefería que yo fuese un día misionero. 

A nuestros respectivos padres se les torcieron los planes. Pero estas diferencias, que yo recuerde, no eran lo que más importaba. Debí pasarlas por alto. A mí me identificaba con el pequeño Azorín mi amor por la lectura, a la que yo unía el teatro; mi firme decisión de ser escritor (en Cehegín escribí relatos, poemas, comentarios y varias comedias y tragedias); me entusiasmaba, como al niño Azorín, mirar dilatadamente, acodado a las ventanas del salón de estudio, la  vega de Cehegín, con el monte Quípar y la Peña Rubia al fondo; mi afecto por la naturaleza, que se acrecentaría sin duda por el ambiente franciscano que respirábamos en el colegio… Como Azorín, podría hacer aquí también una galería de retratos de los profesores que nos daban clase. Azorín tiene simpatía por todos ellos, aunque no duda en poner en lo más alto al P. Lasarde, el sabio arqueólogo que frecuentará más tarde en Madrid en conversaciones dilatadas.
Habréis observado que hablo en pasado, porque Cehegín me ata al pasado. Redactando estas impresiones, se diría incluso que se ha esfumado el largo paréntesis que me separa de aquellas vivencias ya lejanas. Reaparecen, persistentes en mi memoria, recuerdos agridulces. En la balanza de mi vida, no obstante, pesan más los recuerdos gratos que, en buena medida, moldearon mi ser y determinaron mis elecciones posteriores.  

En el colegio había otra biblioteca, más reducida que la del convento, en la que abundaban los libros de literatura junto con los libros de texto. En nuestros recreos y paseos, los compañeros solíamos comentar nuestras impresiones sobre los autores que andábamos leyendo: Dante, Julio Verne,...

Durante estos días, preparando las notas que tengo ante mí ahora, he tomado de nuevo en mis manos Las confesiones de un pequeño filósofo. Y he de confesaros algo que os parecerá increíble: su relectura me retraía a aquella primera lectura, tan lejana, y al niño que ahora volvía con ella. Sentí el olor del papel, el tacto de las hojas, y mi memoria se pobló de olores de frutas, de pupitres amarillos con la tapa negra, en su interior. mezclados con los libros y cuadernos, ..., alacranes en frascos con alcohol, un álbum de sellos, peros olorosos de Cehegín, gomas de almendros, ...     


Tomé la decisión de no volver al colegio en tanto no me fuera absolutamente necesario. Poco después, prometí no pisar tampoco la ciudad. Volveré a Cehegín y a su entorno el día en que me decida a poner por escrito los recuerdos de aquellos años en el Colegio de las Maravillas. No quiero que la frecuentación debilite la fuerza emocional, quizá hasta peligrosa para mi equilibrio sentimental, que requiero para recrear, revivir mejor, aquellos años.

A José Mª Bustamante, José Martínez Cano, Cayetano Ros, J. Antonio Fernández,  P. Rabadán y Alfonso Gil, compañeros de aquellos años de colegio, en los que tanto hablamos de Azorín y de Virgilio…

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