
A pocos usuarios les sonará ahora un aparato llamado
dactilógrafo. Como mucho, lo relacionarán con delincuentes 'tocando el
piano' para dejar sus huellas en fichas policiales, una imagen de
película que, sin embargo, era común en muchas oficinas de la ahora
Caja Mediterráneo.
Eso sí, hace ya casi 30 años que los dactilógrafos
desaparecieron como medio para que personas que no sabían escribir, pero
sí ahorrar, acreditaran su identidad. En aquéllos días, la CAM ni
siquiera era la CAM. Era la Caja de Ahorros del Sureste de España y
solamente sus oficinas en Alicante y Cartagena -la número 1 y la 2- se
asomaban al Mare Nostrum. El resto daban servicio a Murcia, Jumilla,
Yecla y Elche. Además de la presencia de los dactilógrafos, en esas
oficinas destacaba la ausencia de ordenadores y cajeros automáticos,
además de mujeres en puestos de dirección. De hecho, la primera que tuvo
la caja fue Mari Carmen Mouliaá en 1986, en la oficina de la Ronda
Norte de la capital del Segura. La noticia la recogió ampliamente este
diario, con énfasis en que se había roto otro techo de cristal y las
cosas, definitivamente, estaban cambiando.
Lo recuerda bien Javier González porque trabajó junto a
ella en esos momentos. A sus 59 años, este maestro de formación -al que
el barullo de los escolares acabó decantando por una carrera de 36 años
en la entidad financiera- es parte de la memoria viva de la CAM. Hoy,
prejubilado, contempla con cierta distancia los avatares de la que fue
su casa, que en poco se parecen a los el rememora.
Como el primer cajero automático del que dispuso una
oficina en la Región. Fue en Espinardo, y la llegada del aparato provocó
que la plantilla se lanzara a una frenética actividad comercial -puerta
a puerta- para que todos sus usuarios contaran con ese rectángulo de
plástico que les abriría el acceso a su dinero las 24 horas del día.
«Fue difícil, porque la gente siempre presenta resistencia a los
cambios», rememora. «Le dije a un hombre que la caja estaba cerrada,
pero que podía sacar su dinero del cajero, pero al poco volvió y me dijo
que allí 'no había nadie'. Pensaba que era una ventanilla a la calle
atendida por una persona», recuerda de aquéllos tiempos gloriosos, donde
podías entrar en plantilla de botones con 16 años y acabar de director.
Caligrafía para trabajar
El examen para entrar en la entidad también es de esas
cosas a las que no reconoceríamos. Manuel López Lozano se prejubiló en
1999 tras cuatro décadas de servicio, pero tiene aún clavada en la
memoria la frase que tuvo que caligrafiar en redondilla para acceder a
la entidad: «La Caja de Ahorros del Sureste de España es mi ilusión».
Era 1958.
Su esmerada letra y su capacidad le abrieron las puertas.
«Nos pedían caligrafía para poner los nombres en las libretas. Eran
como los libros de familia: nacías y te abrían una», explica López
Lozano en su vivienda en La Ribera de Molina, donde fue director.
El escalafón de la CAM lo abrían por entonces los
becarios, a los que seguían auxiliares y oficiales. Había pocos
licenciados que entonces formaran parte de la plantilla, pero es que los
propios becarios se manejaban de forma suficiente para dar curso a los
movimientos de las cartillas -anotados a mano con tinta, ya que los
inspectores recelaban de los entonces novedosos bolígrafos-, los plazos
fijos y los préstamos. «Entonces no había tanta información económica ni
tantos productos», recuerda Gómez. Se daba el caso de que en una
oficina de la capital, los empleados consultaban con uno de sus
clientes, a la sazón profesor de la Facultad de Economía de la
Universidad de Murcia, sobre movimientos bursátiles y productos
financieros.
Todo lo contrario que en otras, donde el cliente iba «a
tiro fijo» con libreta, nómina y plazo fijo. Eso sí, para todos había
tiempo y una sonrisa tras interesarse por el estado de la familia.
Empleados y directivos se sabían prácticamente al dedillo obra, vida y
milagros de sus impositores. Esa cercanía estaba prendida en el ADN de
la caja, la 'colocación' preferida para sus vástagos por miles de
madres, que veían en la entidad seguridad y fiabilidad. La misma que
devolvía la caja a sus clientes. Hoy sería impensable que un banco diera
un préstamo con el solo aval de la palabra de honor del solicitante,
pero ocurría. Y mucho. «Se llamaban préstamos sobre el honor y se daban
sobre todo a universitarios en los últimos años de carrera, cuando
tenían que hacer frente a los gastos para establecerse como
profesionales», explica Manuel López.
Cómo crecían los ahorros
Se trabajaba en Nochevieja, sobre todo porque el día 2,
muchos ahorradores acudían a las oficinas para ver en sus fichas como
habían crecido sus ahorros. «Nos tirábamos la tarde haciendo los
cálculos y pasándolos a mano a las fichas», recuerdan los veteranos.
Sobre las mesas, tinteros y papel secante. «El que tenía una
estilográfica era el rey», asegura López, que también guarda en un
rincón de su memoria esos préstamos de 1.200 pesetas «para comprar una
bici o hacer una máquina de coser», que se devolvían en una año con
cuotas de 100 pesetas al mes.
Fuente: La Verdad
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